Pero el aguijón del amor
había dejado suficiente ponzoña en el ánimo
de Manuel, y como no lo admitieron de nuevo en la hacienda,
trabajó en rancherías y labores en los alrededores
de Cerro Blanco, tratando, aunque fuera de lejos, de respirar un
poco del aire que
expelían los pulmones de María Dolores, de obtener
algo del olor de su sudor mezclado con el de las florcillas del
campo y, por qué no, quizás alcanzar el aroma de
algún efluvio fugaz que escapara de su entrepierna.
Un cambio
extraño y profundo se fue operando en Manuel en esos
días: se volvió taciturno y callado y algunas veces
lo sorprendía la aurora con la mirada perdida en el
horizonte, como alelado, pero siempre con los ojos puestos en
Cerro Blanco.
Durante el día se movía entre el ganado como
entre sueños. Cumplía con su trabajo mudo y
sordo, y se podría decir que hasta ciego. Con las pupilas
dilatadas como un lunático o un iluminado. Se
prendía de las tetas de las vacas, al ordeñarlas,
como si fueran una cuerda en la que subiera a las nubes; arriaba
a los becerros como si estuviera dispersando ángeles
caídos en medio de un torbellino; ponía y quitaba
trancas y falsetes sin darse cuenta si se quedaba adentro o
afuera de los potreros.
No peleaba, no discutía, no hablaba ni escuchaba, no
veía: solamente venteaba, husmeaba en el aire caliente del
medio día, -cuando parece que el sol quiere
blanquear toda la tierra y ni
siquiera las moscas ni las hormigas se quieren mover-,
escudriñando en ese ambiente
pesado e inmóvil, buscando en él cualquier resabio
de María Dolores.
Al caer la noche, muchas veces sin cenar, desaparecía
en silencio y no lo volvían a ver hasta poco antes del
amanecer, cuando el cielo, por el lado de levante empieza a
mostrar tenues matices de claridad, quizás meros reflejos
del lucero de la mañana. Era entonces, decían los
otros peones, cuando se podía distinguir la silueta de
Manuel sentado en algún lienzo de piedra, o bien,
percibirlo caminando sin hacer ruido hacia
las barracas de los trabajadores.
Fue en ese tiempo que,
algunas veces, en el comedor de la hacienda de Cerro Blanco,
precisamente cuando María Dolores estaba merendando,
aparecía una lagartija, de esas besuconas, invadiendo con
sus ósculos la quietud del recinto. Otras veces, por las
noches, una araña roja, patona y espigada,
descendía colgando de su baba hilada, y como un
péndulo animal permanecía balanceándose a
poca distancia del rostro de la niña Doloritos mientras
ésta dormía apacible. En repetidas ocasiones los
peones de la hacienda avistaron un coyote solitario merodeando en
las cercanías, pero sin acercarse ni atacar a animal
alguno de la hacienda.
María Dolores pronto se dio cuenta que a cualquier hora
y en cualquier lugar siempre había algún animal
cerca de ella, como espiándola, en una acechanza
permanente, pero esto, lejos de inquietarla, le infundía
paz y sosiego. Era como si la araña, la chora, el grillo,
el coyote, la lechuza, en fin, todos los animales
estuvieran ahí para acompañarla y cuidarla. Por el
contrario, cuando no sentía la presencia cercana de
algún bicho, se inquietaba y hurgaba en los rincones
buscando lo que fuera: cualquier alimaña era buena para
hacerle compañía.
No pasó mucho tiempo cuando una tarde, en que Manuel
había ido al pueblo de San Luis a visitar a su madre, el
destino, de todos tan culpado, puso frente al muchacho a
Doloritos que regresaba del arroyo con otras jóvenes, con
sus quince años y su camisa de escote con deshilados
rojos, con su zagalejo de florones escarlata con lentejuela, y
ahí, aunque la niña no lo vio, supo el joven que en
ese momento se empezaría a escribir el futuro de los
dos.
Esa noche no hubo lagartijas lanzando besos entre las pavesas
que ascendían, desde los candelabros que iluminaban la
merienda de la niña Doloritos, hasta las vigas. Esa noche
no hubo arañas rojas y patonas, ni de ninguna otra,
contando las respiraciones de la joven. Tampoco hubo coyotes
aullándole a la oscuridad.
Esa noche Manuel, pegado como una cachora a los vidrios de la
ventana de la niña, aguardaba que el sueño cayera
sobre la hacienda de Cerro Blanco, para poder hablar
con su amada, para contarle con ese lenguaje que
sólo entienden los locos y los enamorados, -como si no
fueran los mismos-, de todas las carencias y de todos los excesos
que tenía para compartir con ella, desde ese momento hasta
siempre.
Y como la vez anterior, la silueta de los jóvenes
fugitivos se recortó difusamente contra las
montañas de la sierra de Álica, bañada por
los tenues rayos de la madrugadora Venus, poco antes del
amanecer. Y como la vez anterior, Ricarda Torres acudió al
hacendado Joaquín Vega y otra vez Simón Mariles,
que ya se había convertido en policía, salió
a buscar a los escurridizos amantes.
Pero ahora las cosas fueron diferentes, con la experiencia
anterior, Manuel había aprendido algo que había de
ser trascendente en su vida: no confiarse. Ya con la claridad de
la mañana, los tórtolos regresaron sobre sus pasos
y se movieron con rumbo a Santa María del Oro. Por
allá, el joven tenía un amigo quien le guardaba una
mula que había robado la tarde anterior, la tarde misma en
que divisó a Dolores en el camino del río y
decidió llevársela otra vez.
Con el animal y un buen bastimento de carne seca, tortillas y
agua, el mundo
se veía de otra manera y contentos y enamorados enfilaron
hacia Huajimíc. Allá Manuel pensaba conseguir
trabajo como vaquero y suponía que pronto se
olvidarían de ellos.
Pero Mariles también había aprendido,
además que tenía alma de
sabueso: había nacido para perseguir. En el Real de
Acuitapilco ya los estaba esperando. Esta vez no les dio tiempo
para arrumacos. Al día siguiente, al amanecer se
podía divisar la figura larguirucha de Manuel Lozada que
avanzaba a trompicones, marchando detrás de la mula a la
que iba amarrado y que conducía a Mariles con Doloritos en
ancas.
Y ahora las cosas fueron diferentes porque no se
encontró en todo Tepic un juez joven, simpático y
de buen humor, sino un viejo cascarrabias y arrogante, que
además había recibido unos buenos tlacos de manos
de Ricarda Torres, los que lejos de ablandarle el corazón le
endurecieron la mano justiciera y la predispusieron en contra del
joven.
Los primeros rayos del sol lamían la falda este del
Sangangüey cuando Mariles, con otros dos hombres,
salía de Tepic conduciendo al joven Manuel a Guadalajara a
través de la cordillera.
Después de varios días de atravesar cerros y
cruzar barrancos llegaron a los bosques de La Primavera y, desde
una loma, avistaron el valle de Atemajac, un amanecer alegre y
complaciente. Todavía les costó otra jornada para
entrar al anochecer en la capital de la
que un día fuera la Nueva Galicia.
Los recibió una amplia calzada bordeada de enormes
árboles
que, debido a las sombras del anochecer, -que les gusta jugar a
cambiar las formas de apariencia y las cosas de lugar-, Manuel
los imaginó guardianes gigantescos de la ciudad. Una legua
adelante se toparon con guardianes de menor tamaño pero
mayor credibilidad: los guardias del portón de la
penitenciaría que abrió su bocaza, húmeda y
pestilente, para tragarse al muchacho a sus mazmorras.
Una semana pasó el mozalbete enamorado aprendiendo a
sobrevivir en aquel territorio tan hostil, con un porvenir
desconocido. Hasta que una noche, poco antes que asomara el
lucero del alba, pies y
manos sin rostro lo sacaron a rastras y empujones de su celda y,
junto con otros ocho reos, lo treparon a un carromato jalado por
dos mulas, con barrotes en las ventanas y un grueso candado en la
puerta.
Del camino de Huajimic a Tepic, de Tepic a Guadalajara, y de
ahí, al presidio de la isla de Mezcala vía Chapala:
ese fue el itinerario de más de 40 leguas que el amor quiso
que recorriera el joven vaquero. Cecilia González, su
madre, recorrió tal vez más leguas, peregrinando
entre escritorios, barandales y barandillas, llevando a cuestas
como único argumento su miseria, como única
razón su viudez, y como único motivo, que el
jovencito casanova era su sustentador.
Serían tantas las oraciones a cuanto santo
recordó, -e inclusive inventó-, tantas
súplicas a funcionarios, jueces, policías y
comisarios, o simplemente tanta la buena suerte, que antes de un
año, ya Manuel Lozada estaba de vuelta, trabajando en la
hacienda de Mojarras, la que tenía como capataz a un tal
Félix, aunque ese Félix era más bien un
"infeliz" que trataba siempre de humillar y pisotear a los
desamparados trabajadores de la hacienda, bajo la sombra de
la
administración de la casa Barron.
Las penurias sufridas en el presidio de Mezcala habían
hecho mella en Manuel, endureciendo su ánimo, y cuando
Félix Unamuno intentó meter en cintura al muchacho,
éste respondió y retobó y siendo pobre
perdió el pleito. Rápidamente volvió a
dormir, comer y esperar en la cárcel de Tepic.
Ésta vez no duró mucho tiempo el encierro, ya
que de lo único que se trataba era de hacerle saber al
peoncillo quien era el amo.
Al salir Manuel, en represalia por la humillación
sufrida, trató, sin ningún preámbulo, de
llevarse otra vez a la niña Dolores, pero ya se
habían tomado provisiones y el muchacho fue rechazado con
violencia y
rapidez cuando intentó acercarse a Cerro Blanco. Ricarda
Torres estaba muy resentida con aquel larguirucho, de escasos 21
años, que tantos sinsabores le había hecho padecer,
de manera que no sólo lo persiguió
físicamente, sino que extendió sus influencias,
cubriendo, como una nube cargada de odios y tormentas, todas las
haciendas desde Puga hasta La Yesca y de Tepic a Ixtlán,
para que nadie le diera trabajo, ni alimento, ni cobijo: ni
siquiera un jarro con agua y unas tortillas duras.
Perseguido y hambriento caminó leguas y más
leguas, compartiendo tan sólo, con los explotados y los
despojados, sus miserias; recorrió las tierras del
Álica del brazo del hambre, el cansancio y las
lágrimas; trashumó entre riscos y barrancos que
sólo albergan plantas espinosas
y bichos malévolos; conoció cada piedra, cada
mesquite, cada pitahayo y aprendió sus nombres;
memorizó todos los caminos, veredas y recovecos y la
sierra ya no tuvo secretos para él.
Tras un año de andanzas sin fortuna se topo con un
grupo de
bandoleros que comandaba Rodrigo González y se
juntó con ellos. Entonces la suerte de Manuel
empezó a cambiar: Ya no robaba tan sólo el
corazón de una quinceañera ingenua, ahora
pequeñas rancherías y caseríos aislados eran
las víctimas de los bandidos. Con un don de mando que le
era natural, pronto se convirtió en el cabecilla de la
banda, y sus tropelías hicieron que las quejas de los
vecinos afectados llegaran hasta la comandancia de Rurales de
Tepic.
Fue por eso, que el lunes por la mañana, Simón
Mariles había recibido la orden de buscar al muchacho y
partió con catorce hombres hacia el pueblo de San
Luís. Pero Manuel Lozada no estaba en su pueblo y a
Mariles se le hizo fácil interrogar a su madre. Cecilia
González no supo dar razón de su hijo, que andaba a
"salto de mata", y a Simón se le hizo todavía
más fácil propinarle unos azotes con la cuarta,
para ver si así se le aflojaba la lengua.
Cuando Manuel llegó a San Luís y contó
los catorce verdugones que surcaban la espalda de su madre, supo
que era hora de arreglar cuentas con el
policía y, sin decir palabra, salió con sus hombres
–seis sombras en la penumbra- a buscarlo.
Los encontraron en una cañada, poquito antes del
amanecer, todos dormidos, apretujados unos contra otros, y no los
mataron a mansalva porque el jefe sólo quería a
uno: a Simón Mariles.
A Manuel no le importaba que lo hubiera llevado tres -o mil
veces más- a la cárcel, después de todo, ese
era su trabajo, pero que hubiera azotado a su madre no se lo iba
a perdonar.
Con los quince rurales amarrados frente a ellos, Manuel y sus
hombres comieron, bebieron y jugaron a la baraja durante todo el
día. Después descansaron y hasta durmieron un
poco.
En la madrugada, cuando la modorra es más fuerte, ya
sea entre hombres o bestias, seis jinetes marchaban rumbo a la
sierra de Álica, jalando tras de sí quince
cabalgaduras que cargaban las armas, los
ponchos, el bastimento y todos los bártulos de los
policías. Catorce hombres avanzaban en sentido contrario,
entre las sombras, descalzos y apesadumbrados, saltando entre
breñales y piedras afiladas, en dirección a Tepic.
Un rayo de sol que se escabullía entre unos riscos,
allá en lo más alto de la serranía, vino a
dar de lleno en el rostro de Simón Mariles, quien con una
expresión entre asombro y desencanto, mostraba ligeramente
la lengua por el lado izquierdo de la boca, mientras el resto de
su cuerpo se balanceaba discretamente, -pendiendo de la rama
más gruesa de un mesquite-, siguiendo el ritmo de las
circunvoluciones en las alturas de un zopilote madrugador.
Autor:
Jorge Antonio Villanueva
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